Yaku ha inundado todo

Ciudadanos perjudicados a la expectativa del desborde del río Piura. Foto: Aldair Mejía |

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En la ciudad norteña de Pacasmayo, en la región La Libertad, una marea de tinta marrón lleva estancada por días. Las casas están tapadas por sacos llenos de arena: amontonadas y estáticas evitando que el agua filtre e ingrese por la entrada principal de cada vivienda, pero todo se moja. Las personas esperan confinadas en los pisos más altos. Se quedan grabando por minutos la escena con la mano alzada desde su celular. Los pocos temerarios que salen al exterior se auxilian con botas negras altas que cubren la rodilla. Algunos otros, se elevan de las partes altas de sus viviendas, donde todavía no ha invadido el agua. Usar una escoba y un balde para alejar la marea de barro de su propiedad ha dejado de ser útil; y por ahora, solo queda salir para ser atendido por las autoridades, de las que escasamente aparecen.


En la espera solo queda aguantar el olor fétido del agua marrón que muestra su reflejo. La imagen del cielo nuboso oscuro cubre toda la imagen reflejada del agua. Como una obra de arte que juega con el espejismo que resbala en la tierra lodosa. Con suerte, pisando bien en lo oscuro y profundo que puede llegar a ocultar la inundación, se puede caminar. Los pequeños arbustos posan semicubiertos al igual que los autos estancados en sus sitios, que de vez en cuando se mueven con lentitud.


En redes sociales es común encontrar este tipos de escenas. Pobladores nadando o cavando hasta llegar a la entrada de su casa. Rescates desde el segundo piso a saltos. Vehículos arrastrados por fuertes corrientes en el norte del Perú. En los videos las personas gritan, salen, y cuando se acercan lo máximo posible para poder rescatar sus bienes, no alcanzan: desde lejos ven que se pierden y corren al ritmo de la corriente. Desisten y aguardan en su vivienda. Termina el vídeo. Los cibernautas comienzan a comentar, a compartir, y la publicación se queda flotando en el espacio virtual.


Así por unos días, hasta que en Lima —metrópoli y capital del Perú— empezó a llover. Después de días de reportarse un par de fallecidos al norte del país por intensas precipitaciones, cientos de miles de peruanos recién mostraron su preocupación por Yaku —un ciclón asentado en el océano Pacífico—. Y desde entonces, en la mayoría de la programación de medios nacionales, se ven camiones volcados, centros de educación y de salud inundados, árboles caídos, derrumbes y huaicos por la activación de quebradas, pisos enlodados, cortes de luz y de agua, venta de paraguas y de botas, techos filtrados, bolsas de plástico, residuos arrastrados, insectos en medio del calor y pocitos de agua, de los que se quedan como una trampa natural para los incautos que no ven por donde caminan. Todo ello se convirtió en un tema de importancia, pero antes no lo era. Era anecdótico.


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En Lima todo es anecdótico. En una ciudad donde se acostumbra quejarse del calor del verano o del cielo gris —apodada panza de burro— con inesperadas garúas en invierno, una lluvia es motivo para alertar: sacar la ropa tendida a media secar, aprovechar para mojar un poquito el auto, pasear al perro, refrescarse en el parque, tomar fotos del paisaje, y toda actividad ideal para aprovechar el corto tiempo de lluvia. 


Aquel diez de marzo no le fue indiferente. Desde la tarde alertaba el cielo gris. A las cinco de la tarde una lluvia moderada empozó las pistas, regó y alumbró las plantas en treinta minutos. Un abominable olor a pescado empezó a expandirse. El cielo se nubló por completo, y el camino se volvió una pista de patinaje. La población se asustó. Llegó el apocalipsis céntrico limeño, y la histeria se apoderó sugestionado por la imagen del ciclón que devoraba el norte.


En Lima, una lluvia débil, además de asustar a la población, puede activar las quebradas de sus distritos; aún peor, podría colapsar casas y casonas antiguas, pero solo bastó dos horas para que la angustia acabase: la intensidad cesó y acabó.


Eran las siete de la tarde, el cielo posó de azul despejado, y todo había quedado olvidado. Tumbes, Piura, Lambayeque, La Libertad, Cajamarca y Ancash —regiones del norte del país— volvieron a ser una anécdota más ese día.


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Las precipitaciones torrenciales sacudieron desde inicios de marzo en Perú, pero para Tumbes —la región más pequeña del país y limítrofe con Ecuador—, desde la quincena de enero comenzó su pesadilla. Desde que las lluvias se asentaron, empezaron a demandar el ingreso continuo de motobombas para la extracción de la acumulación de agua. Desde febrero y marzo, baldes y tinas poblaron los techos de las casas. Cada tres o cuatros horas se llenaban, y eran botadas al aire libre: nuevamente volvían a llenar. Para los tumbesinos no existía un fin para las lluvias. 


En sus calles apenas hay vereda, y es difícil manejar en carro. El agua se evapora con el sol de la mañana, y nuevamente crecen por la tarde, formando un caudal artificial empozado. Los pobladores pelean contra los zancudos que van posando en las tierras humedecidas. Los casos de dengue, chikungunya y leptospirosis empezaron a crecer superando cifras registradas. Los servicios de agua se cortan continuamente, y no hay respuesta óptima del gobierno. La visita de Dina Boluarte, presidenta del país, —un día después de que en Lima lloviera— logró calmar un poco la angustia, pero desde que el Servicio Nacional de Meteorología e Hidrología del Perú (SENAMHI) informó que en los próximos días serían los más fuertes, la población está asustada.


La situación empeoró desde que el río Tumbes desbordó. Seguirá creciendo durante horas por las continuas lluvias sin importar lo rebalsado que se encuentre. Cerca del río se habían instalado más de seiscientas viviendas y cientos de parcelas de cultivo que ahora conforman una piscina artificial. Cerca de ahí, la plaza empieza a ceder. La única muralla que lo protege son unos sacos de tierra instalados adyacentemente, en fila y pequeños, rodeándolo para evitar un pequeño filtro. Evitar que llegue hasta la Plaza de Armas. Evitar a que afecte a negocios medianos y pequeños, quienes se encuentran desesperados cubriendo con sacos sus negocios.


Hacia el sur, en la vecina región de Piura, las viviendas de ladrillo y cemento nadan poco más de un metro sobre la inundación, tanto que las llantas de los autos son casi imperceptibles y recrean olas medianas sobre el suelo. Familias han tenido que evacuar prácticamente nadando. Sin un abastecimiento de motobombas, la ciudad ha quedado flotando como árboles de manglar.


El suelo ha quedado saturado; y mientras pasan los días, la marea baila debido a que no se habilitó un adecuado drenaje. El tiempo avanza y el agua aprovecha para corroer las fachadas de las paredes de las viviendas, a veces lo manchan con un tinte oscuro, empolvan diferentes partes de la calle, y los montones de tierra se convierten en charcos de lodo. Ante los cortes de agua de hace varios días consecutivos, la población está a la suerte de las donaciones y de la ayuda humanitaria: en la entrega de alimentos, de ropa y de medicinas.


La ayuda a la que normalmente pueden acceder, como a través de un centro de salud, es difícil. Los hospitales están colapsados en su infraestructura: hay huecos y aberturas de donde sale el agua como si fuera una ducha casera. El servicio se debilitó y afectó la atención. Los pacientes en espera o en camilla no pueden ser atendidos, ni movilizados a otros centros por la inundación. Algunos están conectados a respiradores o algún aparato que les extiende un tiempo de vida, o les brinda una mejoría: ellos dependen de la electricidad que tanto hace falta en las noches de oscuridad en la región.


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El inicio de clases se retrasó. Pasar a la modalidad virtual es imposible en las regiones del norte, y más cuando el servicio de luz puede llegar a ser inoperativo; y aunque lo estuviera, sigue siendo imposible. Muchas familias no cuentan con acceso a un buen internet o a dispositivos que les permita usar los recursos educativos digitales. Y tampoco es que importe tanto, lo que quieren las familias es tener acceso —de suma urgencia— a herramientas de perforación o de excavación. 


En los centros poblados ubicados entre las quebradas de la región La Libertad usan palas para quitar los pedazos de tierra lodosa que cubrieron algunas casas, o que estancaron algunos vehículos. Tratan de quitar ese árbol que no soportó la corriente, o de aquel poste de luz que se cayó por el debilitamiento del cemento; y tras ser removido, solo quedan varas oxidadas a medio romper: de ese óxido por la humedad podría esparcir enfermedades como el tétanos. Los pedazos de tierra pueden llegar incluso a estar a la altura de las puertas, como una especie de monte que cubre toda la pista o carretera. Mientras van cavando, las camionetas sirven de recolectores de residuos que se llevan toda la tierra que invadió.


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Las viviendas poco organizadas que rodean la carretera Panamericana Norte —carretera importante que sirve para la comercialización y el transporte— en Casma, en la región Ancash, se vieron afectadas por un desborde del río Sechín. Distintos centros poblados de la misma región quedaron rodeados y atrapados por ríos adyacentes. En el centro poblado de Huancamuña, una niña sostiene un letrero improvisado que dice «Colaboración para la olla común» mientras sus amigos piden ayuda. Tras la caída del único puente que lo conecta, dependen de una vía área improvisada donde no llega directamente al poblado: las donaciones la reciben a través de una soga que cruza el desborde del río. Misma situación en el poblado de Chasquitambo, quienes al estar aislados y sin fuentes de agua por la turbulenta contaminación de los desbordes, tienen que tomar agua de la lluvia para poder sobrevivir. 


Son tantos los ríos desbordados durante las jornadas de lluvias intensas, que colapsaron los desagües, que aislaron familias, que activaron quebradas, que inundaron viviendas, que destrozaron pistas, puentes y carreteras, que si pudiera nombrarlos podrían llenar un pequeño párrafo.


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Poco más de cuatrocientos distritos en el Perú, entre la costa y la sierra, son vulnerables, y pueden ser afectados por constantes precipitaciones según INDECI. Aún no existen datos finales y oficiales que revelen el impacto de Yaku. Apenas, con una débil certeza, se sabe que Perú podría padecer de un Niño costero: se tiene que esperar meses para saber y comunicar si realmente la costa peruana estará condicionada por el fenómeno. En esa espera, la comisión del Estudio Nacional del Fenómeno El Niño (ENFEN) determinó —unos días después de la quincena de marzo— activar una alerta del fenómeno por un calentamiento moderadamente débil que podría extenderse por meses. Y lo mejor es pensar que sí llegará, aunque nada cambia con el pensamiento: no cambian las víctimas, ni los heridos, ni mucho menos los damnificados que podría ocasionar.


Desde el cuatro al dieciocho de marzo en las regiones del norte del país, más de doscientos ríos desbordaron en el norte. El río Tumbes inundó centros poblados adyacentes. El río Piura desbordó y arrasó diques de protección que protegían hectáreas de cultivo. El desborde del río La Leche dejó desaparecidos, fallecidos, aisló caseríos, y familias tuvieron que ser rescatadas vía aérea. Los ríos Ica, Olmos, Chicama, Chancay-Lambayeque y Utcubamba superaron su límite en varias ocasiones.


Malacasi, Huaycoloro, Tinajas, San Carlos, Galindo, Bello Horizonte, Caballo Muerto, Alto Huallaga, San Ildefonso, San Antonio, Sanchez Cerro, Capilla, Higuerón, Loma Larga, Sauce, Pusmalca, Olmitos, Chorro Sucio, Laumache, Plata del Amor, Succhil, Quirio, Chacrasana, Río Seco, León Dormido, Casitas, Malanche, son algunos de los nombres de las quebradas activadas desde el cuatro de marzo. Durante más de quince días afectaron viviendas, colegios, hospitales, carreteras, cultivos y redes de agua. Se llevó consigo personas: dejaron víctimas y aún hay desaparecidos.


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Desde que empezó la inundación y afectó gravemente las regiones del norte y el centro del país, diferentes cifras mortales surgieron, de mayoría extraoficiales. Los gobiernos regionales aún no tenían claro el impacto de los desbordes, derrumbes o huaicos. A principios de marzo se informó extraoficialmente en los medios entre dos a cuatro fallecidos. Con el tiempo, y la regulación de los sistemas de los gobiernos junto con las entidades correspondientes —entre los reportes de COEN, INDECI y SENAMHI—, se publicaron alrededor de diez víctimas. La ineptitud del control de los datos en los medios oficiales —que en un comienzo no se tuvo claro— polarizaron el desastre. Esto empeora más si contamos la cifra de los primeros damnificados, heridos y desaparecidos. Cada región manejaba una versión diferente, mientras que los medios en la confusión, informaban sin verificar, omitiendo detalles.


«Hay alrededor de cincuenta víctimas desde que empezaron las temporadas de lluvias» se mostraba en los titulares y en las notas digitales. A lado se muestran imágenes de personas pisando barro, quitando tierra dentro de las viviendas, o un plano abierto de un paisaje rural cubierto de agua lodosa. Todas haciendo referencia a Yaku. En letras pequeñas se explicaba que se incluían las cifras desde el mes de enero, de la que se encontraban los desastres pluviales de Huancavelica, Ayacucho y Arequipa, de las que azotaron a inicios de año, y no tienen relación directa con el ciclón. De donde a partir de una mala interpretación, el público puede entender que aquella cantidad de víctimas, —que actualmente son más de sesenta— pertenecen exclusivamente a la causa del ciclón. De hecho, existen mayor cantidad de víctimas mortales causadas por precipitaciones en la sierra centro-sur que en el norte del país, y nadie habla de ello.


Desde que empezó a devastar el ciclón Yaku, y las entidades empezaron a coordinar datos, se reportaron 252 viviendas destruidas, más de diez mil afectados y poco más de mil quinientos damnificados. Cuatro heridos y siete muertos. Pero parece que las cifras son nulas, poquitas, sin importancia y sin representación política-social. El escenario que más se recuerda —de la más viva y polémica— es la que usualmente hacen comparación por estos días: el fenómeno del Niño que atacó en el 2017.


En marzo de ese año, Evangelina Chamorro estaba llena de lodo, llevaba minutos siendo arrastrada por un huaico. Residía en Punta Hermosa  —un distrito rodeado de quebradas al sur de la capital limeña—. Ella había sido sumergida, y arrastrada mientras estaba en su vivienda.


Tras metros de distancia, llegó hacia un conjunto de residuos estancados. Tomó fuerza, y resurgiendo desde el fondo del lodo, logró llegar a la orilla. Unos pocos pasos bastaron para que su hazaña se hiciera viral en redes, y se volviera símbolo de la lucha contra el desastre. Aquella vez, más de un millón de personas fueron afectadas, y más de un ciento de personas fallecieron. 


Ese mes las inundaciones fueron constantes, taparon de inmediato el servicio de alcantarillado. La planta de tratamiento de La Atarjea colapsó por la cantidad de residuos sólidos que llegaban: el agua era turbulenta, por lo que hizo difícil su tratamiento. 


Lima había quedado sin agua durante días. Sedapal reprogramaba los horarios de la rehabilitación del servicio, y de vez en cuando se disponían de cisternas para abastecer en puntos estratégicos: largas colas de familias se formaban con balde en mano.


Yaku es diferente a la situación del 2017, pero desde que alertaron a la población de un posible Niño costero, el panorama ha mostrado la verdadera cara de la realidad: no se ha mejorado en nada, y el ciclón lo ha demostrado.


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El mismo día en que enloqueció Lima, el diez de marzo, unas horas antes de que la lluvia se empezara a fijar durante días por las tardes y noches, la periodista de reconocida trayectoria, Rosa María Palacios, contaba la desgracia de forma profética en un vídeo que circulaba por redes sociales como si fuera un virus cibernético contagioso. Iba de celular en celular: especialmente en Twitter, Facebook y WhatsApp de forma instantánea. 


Tras una charla que tuvo con el presidente del SENAMHI, organismo especializado y encargado del estudio climático. Palacios comunicaba que iba a llover en Lima torrencialmente desde el doce al diecisiete de marzo, incluso más que las precipitaciones que ahogaron la capital en 1970 —evento que fue motivado por una nube de convergencia tropical, de diferente causa a la actual: un ciclón—. Aseguró que la ciudad se comprometería con una lluvia de hasta 4 mm; es decir, cuatro litros de agua por metro cuadrado. Decía que las viviendas con un techo con barandita de cemento serían ahogadas si es que no se establecían drenajes. Que una ola de calor de 32 grados duraría por días. Que el agua iba a «caer duro» en Lima.


La fecha del desastre a la que se refería la periodista sucedió en el verano de 1970, a comienzos de enero. Una lluvia torrencial azotó la capital, inundó las carreteras principales, y las viviendas cayeron abajo en cuestión de horas. La catástrofe logró incomunicar a la población, los servicios de telefonía cayeron, y constantes apagones dejaron sin luz por días a la ciudad. Pueblos jóvenes quedaron afectados, vehículos quedaron varados sobre el agua, locales de venta, comerciales, educativos y de servicios fueron damnificados: el aeropuerto Jorge Chávez fue una de las instalaciones más afectadas. Ese día, las gotas de la lluvia fueron de 14 mm: en una sola noche causó estragos en la capital.


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Atardeciendo, en una tarde soleada que se empezaba a grisear por el acercamiento del ciclón, SENAMHI en una conferencia de prensa —que tuvo que postergarlo hasta por tres veces consecutivas— confirmó lo dicho por Palacios: un pronóstico no certero de lluvias continuas de hasta casi una semana. De las que gotearían entre 2mm a 5mm. El inminente fenómeno causaría el colapso de viviendas con techos frágiles planos, la activación de laderas de cerros, quebradas y el desbordamiento de ríos: la misma situación del norte que padecía desde hace casi una semana. 


En esa conferencia de prensa, se desmintió la idea de que era un huracán. Yaku era una piscina de agua caliente de movimiento lento y desordenado. Se formó por un exceso de temperatura en el agua caliente. Se trata de un fenómeno que acentúa las lluvias que cada inicio de año padece el norte del país.


La situación era clara. El ciclón Yaku se movía hacia al sur, y tendría que chocar con el anticiclón del Pacífico para despedirse de las costas y continuar su camino hacia al oeste, con dirección al continente oceánico. Posiblemente Yaku sería un foráneo que visitaba para dar pase a un posible fenómeno del Niño. Para poder recordar que el esfuerzo de la recuperación y adaptación ante posibles fenómenos climáticos en el Perú era una mentira.


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El doce de marzo —el día que «comenzarían» las precipitaciones— inició caluroso: cegó la capital. Aplastó con veinticuatro grados centígrados de temperatura desde la madrugada, y en la tarde alcanzó los treinta y uno. Emulaba la misma situación del norte del país. El pronóstico de lluvias torrenciales aún no se daba. De hecho, ese domingo no pasó nada, salvo por una lluvia débil que duró dos horas por la noche. 


La gente se desesperaba. «No es el diez, es el once; o a lo mejor el doce, pero según ahora será el catorce». Se quejan en los mercados, en los parques, en las redes sociales. Se cree que es una conspiración alarmista, porque las casas apenas se mojan. Por esos días, las quebradas se empezaban a activar en los alrededores de la metrópoli: en Santa Eulalia, en Chosica, en Lurigancho, en Punta Hermosa, en Cieneguilla. Carreteras, avenidas y calles empezaron a inundarse y la misma situación del norte se repite. Pero, mientras que en los alrededores sufren, se sigue repitiendo: «¡Ojo, aquí en Lima no pasa nada!»


Un día después, cerca de las once de la noche, llegó el día que todos los limeños ansiaban. Una lluvia moderada bañó Lima. El caudal del río Rímac aumentó su umbral permitido. Misma situación que el río Chillón. Poco antes de la acentuación de la lluvia, las viviendas aledañas en Puente Piedra —distrito colindante al río Chillón— ya estaban completamente afectadas, e inmediatamente se les brindaron carpas a los damnificados. Todas las carpas pequeñas del mismo color estaban en fila. Dentro de ellas, las familias descansaron al ritmo de la melodía de la lluvia. De su techo empinado, cada gota despega con fuerza y se resbala lentamente hacia el borde para caer al piso.


El techo empinado —al igual que las carpas que protegen a los damnificados— son de las que muchos desearían tener en casa en Lima. Los sistemas de drenaje en la mayoría de veces son tubos que sobresalen de los pisos altos, y tras las precipitaciones, empiezan a chorrear continuamente, porque la mayoría tiene techo plano. Algunos están pegados a la pared con cemento. Otros están sostenidos sobre cables, y algunas están tiradas al aire libre, sin sostén. Las otras viviendas que carecen de tubo, no cuentan con drenaje, y toca improvisar.


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En la tarde de ese día, un grupo de personas se amontonaban en el centro comercial Las Malvinas. Entre todos ocupan ocasionalmente las pistas. El tráfico se pone horrible y los ambulantes, esparcidos estratégicamente, deambulan en cualquier espacio. El centro, conocido por ser el gran receptor de celulares robados, está dividido en diferentes bloques o espacios. De todo se vende: celulares, videojuegos, herramientas de electricidad, de ferretería, de obrería. Venden, compran, pagan, reparan, instalan y más. 


Cada día se reúne una gran cantidad de gente. Al mediodía del mes de marzo, en pleno calor, los locales de ferretería se empiezan a llenar: grupos de personas entraban y salían como si fuera temporada de nochebuena. Con bolsas anchas y negras en mano, compraban por metros una especie de bolsa plastificada de color azul. Todos se referían como «plástico» mientras lo señalaban. En todas las ferreterías estaba enrollada como si fuera un papel higiénico. La medían con una wincha, mientras la jalaban. Los cortes llegaban aproximadamente por metro. Cuatro metros, cuatro jaladas con la wincha. Agarraban las tijeras y cortaban. Con dos soles y cincuenta céntimos se obtenía el metro, las bolsas iban para cubrir los techos de las casas.


En Lima, una ciudad donde apenas hay garúa, los techos de las viviendas son planas: no están preparados para precipitaciones. Cubrir con bolsas desde el techo era lo más factible para evitar que filtre. Algunos estiran la bolsa para lograr posaderos de agua. Otros la alargan como si fuera un camino estrecho que conduce el agua por un tubito de PVC hacía la calle. De diferentes formas se las puede ingeniar: tiradas al suelo, colgados por cuerdas, sostenidos por ladrillos, pegados con silicona. Cada vivienda se preparaba para lo que iba a ocurrir. 


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En un pasaje del distrito de Cercado de Lima —ubicado en el centro de la capital— la señora María acababa de llegar con las famosas bolsas azules en mano. Compró un tubo para improvisar un drenaje de los que algunos vecinos suyos cuentan en los pisos más altos. Su vivienda, a medio construir, tiene más de cuarenta años. El primer piso consta de una sala unida al comedor. Una puerta de madera la separa de su cocina, y al fondo, está su dormitorio junto con un baño improvisado: es el espacio más pequeño de la casa.


En la entrada hay una escalera de gradas puntiagudas de cemento que conectan al segundo piso. Si se pudiera hacer un plano, la casa se vería angosta y larga como una culebra. Para ir al dormitorio obligatoriamente se tiene que pasar por todos los espacios de la casa, y eso es algo molesto. 


El segundo piso no es cómo tal: prácticamente es un techo con columnas a medio hacer. Hay arenosos ladrillos abandonados desde que su padre falleció por una enfermedad terminal. A pesar de ello, logró hacer un cuarto, del que ahora solo es un espacio vacío con una puerta apolillada y atornillada con bisagras oxidadas. A lo largo del camino del techo, las columnas marcan la división de cada espacio del primer piso. El primer par de columnas indica la sala y el comedor; el segundo par, donde se encuentra la habitación abandonada, indica la cocina; y el tercero, el dormitorio. 


Nadie residió en el segundo piso, siempre estuvo inhabitable, salvo por su mascota: un perro longevo y escuálido del que no sabe su raza. Lo encontró en la calle y lo cuidó. Su perro protegía su casa desde el piso de arriba. Entre tantos años viviendo allí, y su descuido, el perro meaba desde el fondo de la casa, afectando su dormitorio. La orina había erosionado como si fuera un ácido, dejando grietas que llegaban a filtrar y a humedecer tibiamente el techo. El paso de los años ha afectado ese espacio: cada vez se forman grietas; mientras que desde la parte de arriba, se va hundiendo hacia abajo como si fuera un cráter o un hoyo.


Con las bolsas ella cubre ese espacio, pero se ve tan hondo, que tiene que rellenar previamente con cajas de cartón. Los junta, y sobre ello, pone un vacío costal de papa. Las expande, y con ayuda de algunos vecinos, lo pega con cinta adhesiva al tubo, pero no sirve. Agarra silicona en frío y lo intenta de nuevo. Se aleja y prueba discurriendo lentamente el agua desde una tina para probar si recorre hasta el tubo, pero falla: el agua se empoza. La bolsa no está lo suficientemente alta para arrastrar al agua con la fuerza de la gravedad. Agarra unos ladrillos, y los pone sobre la bolsa entre las columnas: empieza a formarse un pequeño techo con una pequeña bajada. El sistema funciona y ella está tranquila. 


En medio de la madrugada, en medio de la lluvia, se escucharon unos golpes fuertes. Empezó a gotear agua desde el techo, y hasta la mañana, no dejó de escurrir. No hay lugar para evacuar, es tan angosto que apenas se puede mover. Dos de los cinco ladrillos que sostenían las bolsas habían caído. Todo el agua cayó de un combo para abajo. Ahora tiene más grietas, y el peligro de una caída es latente. Esa noche se despertó, maldijo a sus vecinos, subió y mientras se mojaba, botó los ladrillos y el tubo, agarró la bolsa y cubrió la zona afectada. Desde ese momento, duerme en la sala.


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A las pocas horas, al amanecer en Lima, empezó nublado. Durante un par de días amanecería así: empapada de nubes grises que desechaban unas cuantas gotas. 


Va acercándose el mediodía y el cielo empieza a partirse en dos. El lado este empieza a reunir nubes grisáceas. El lado oeste —el lado que da al océano— es celeste puro, de nubes blancas flotantes. Entre esa bidireccionalidad, el sol saluda y se despide. La sombra aparece y desaparece. La luz solar se enciende y se apaga, pero el bochorno se siente, y una ola de calor empieza a azotar.


El jardinero riega las plantas que brillaban de humedad en la mañana, y ahora lucen secas por el calor de la tarde. Los niños empiezan a bailar sobre los charcos de la lluvia anterior, y el día sigue como si nada hubiera pasado.


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«Veintiún quebradas de Lima se activaron en menos de doce horas» titula su portada el diario El Comercio en una mañana del quince de marzo. Ese día se habían suspendido las clases escolares y universitarias en Lima y Callao en la espera de un acentuamiento de la lluvia en toda la capital: nunca volvió a pasar como aquella vez, y todo retornó a la normalidad en la mayoría de los distritos. Mientras que en el este de la ciudad, seguía lloviendo en conjunto con las nubes grisáceas. 


Lima padecería de sus primeras víctimas mortales en Cieneguilla y Jicamarca. La situación es el mismo retrato que en las regiones del norte: maquinaria pesada y personas cavando, retirando lodo de sus viviendas; centros de salud y de educación colapsados en su infraestructura, personas retirando los escombros de los caminos, carreteras y pistas.


De las zonas más críticas —hasta ahora— es el trayecto que recorre el río Rímac: su caudal sigue incrementándose por horas. Durante semanas había erosionado constantemente las laderas donde se asentaban viviendas cercanas al río — quienes tenían una distancia de hasta cuatro metros—, debilitándose conforme la corriente pasaba. Su incremento había formado una especie de risco que sostenía el peso de viviendas en un vacío con forma de U horizontal: prácticamente estaban volando.


Al día siguiente, un vídeo de la zona crítica se viralizó: una vivienda de tres pisos construida de material noble en Chosica había sido destruida y arrastrada. El suelo que lo sostenía cedió y derrumbó la edificación, dejando al descubierto una nueva fila de casas, quienes eran los nuevos vecinos que empezarían a ver el caudal desde sus ventanas; y posiblemente, serán las próximas víctimas dentro de unos años, cuando la misma ladera empiece a seguir erosionando.


Los muros de contención establecidos en los alrededores no sirvieron, y a medida que los días pasan, las viviendas van despedazándose. «¿Usted sabía que estaba en peligro durante el incremento del caudal del río Rímac?» pregunta en vivo un periodista del medio radial Exitosa Noticias. La señora Vicky, dueña de la vivienda afectada de tres pisos, con nerviosa tonalidad comenta «No, yo tenía un muro de 60 centímetros de ancho más mi pared, sino que desde arriba han comenzado a carcomer por la corriente de las lluvias». Ni el muro cerca a su casa, ni los muros de contención, ni la zona sostenida por el vacío, ni la zona de alto riesgo para vivir la detienen para evitar mudarse de ahí. No tiene otro lugar para vivir.


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Epílogo: Yaku ha normalizado todas nuestras desgracias


Otoño acaba de llegar, y cada día— cada mañana, tarde y noche— en las noticias aparece una nueva víctima del desastre. Mientras Yaku se aleja del Perú, las casas se derrumban, los ríos desbordan, desaparecen personas, las quebradas se activan y rescatistas se montan en la escena.


Los reflectores de ahora se centran en el advenimiento del fenómeno del Niño. Pero la gente se cansa cada día. Cada imagen del agua que va corriendo y absorbiendo el sufrimiento de los peruanos cansa: se naturaliza, porque es el pan de cada día.


En el centro de la metrópoli dejó de llover. Hay un sol que quema. Los niveles de radiación tienen valores altísimos. La situación del abandono en otras regiones es una imagen que cada vez se vuelve más lejana, como una película de ficción. «Sucede allá, no acá». Las promesas de reconstrucción y reubicación son las mismas de hace más de cinco años. No hay mejora alguna.


Son tantas situaciones, vivencias e historias parecidas que se dan a lo largo de la costa del país, que cansa escribir de lo mismo: desgracia y abandono en todas las regiones. Palabras que representan que no importa lo que se haga, el peruano siempre estará acostumbrado a sufrir de lo mismo: a normalizar el desastre.


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